La muerte es silenciosa. En su reino todos callamos y aquello que no nos hemos dicho en vida ya no será expresado. Por eso nos rodeamos de ruido y movimiento, intentando olvidar nuestro destino. Y éste es el motivo por el que es importante que nos acerquemos a la buena gente, a aquellas personas capaces de hacernos felices, de transmitirnos lo verdaderamente importante, esos sentimientos que nos trascienden, que van más allá de nuestros cuerpos y hacen que en el mundo, vivir, valga la pena. La mayoría de nosotros, desde tiempos inmemoriales, creemos que lo mejor es servirnos de la palabra para transmitir todo eso que hace falta contar, las verdades que dan algo de sentido a este embrollo: “te quiero”, “me siento bien”, “quiero ayudarte”. Pero, en ocasiones, incluso la voz es insuficiente. Una verdad nos rodea, la sentimos… pero somos incapaces de expresarla, de transmitirla, de mostrarla a los demás. Es entonces cuando el ser humano tiene la buena fortuna de contar con seres excepcionales, aquellos que pueden lanzarnos mensajes cargados de significado incluso en aquellos mares vedados a los buques empujados solamente por el viento de la voz. Ellos y ellas son los artistas. Tengo el orgullo de poder contaros que entre sus filas podemos encontrar a mi padre: entre esa gente que, con su talento, desentraña los grandes misterios de la vida, está Manuel Cuenca.En su tarea de transmisor de sentimientos, de comunicador de aquello que es verdaderamente inmortal, mi padre se sirve de pinceles y colores. Pero no creáis que losusa para pintar. Eso es lo que haría yo, pero no soy un artista. Él los emplea para borrar. Es cierto, rápidos trazos nos arrebatan las máscaras con las que interpretamos a quienes no somos en el teatro de la vida. Ahí podéis ver sus paisajes que, más que descripciones dibujadas de lugares físicos, nos muestran el territorio íntimo que nos ocultamos en esta sociedad del frenesí. Siempre me ocurre que en sus lienzos percibo el equilibrio que puede estar en nosotros, que debemos buscar no en horizontes externos sino inmanentes. “La bifurcación que ven nuestros ojos es el símbolo” nos alerta su obra: el verdadero riesgo a perderse está en la encrucijada de los sentimientos propios. Ésta es la clave del artista. Venid, dejad ahora sus paisajes y acercaros a sus cuadros de realista irrealidad. No, no es una paradoja. Asombraos con caballos de bronce que pueden surcar los cielos o con niños que nos devuelven una mirada de escéptico adulto. El cuadro, aparente ficción, observa al ser humano, que se cree cierto. ¿Ha perdido la razón nuestro artista?. En realidad nos está ayudando a ser más cuerdos, más verdaderamente racionales. De nuevo, las preguntas sobre lo que vemos nos acompañan a las preguntas sobre lo que somos, sobre lo que sentimos. Por eso necesitamos a mi padre. Porque gente como él nos avisa sobre la falsedad de lo que no importa. Sus aparentemente absurdas situaciones señalan con dedo firme a aquellos que nos tratan de convencer de que nuestra importancia radica en el feudo de lo externo, en lo que vestimos, en lo que aparentamos. Por eso el mundo que creemos ver, mientras la mirada de nuestro espíritu está cerrada, es absurdo. Mi padre, y la buena gente como él, nos lo dice, nos lo susurran para que no nos asustemos. Nos lo cuenta… y no se sirve de las palabras –esas traidoras- para decírnoslo.Victor M. Cuenca Lacoma
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